REMEMBRANZAS DE UNA PASIÓN
Manuel José Montero Vizcaino
En aquel verano de enero, cuando la brisa arrastraba el
suave susurro de las olas y el sol con su furia desafiaba la Sierra Nevada
revestida de orgullosas montañas, apareció en el horizonte una hermosa y
delgada figura hecha mujer, llena de inocencia y esperanza. Los fuertes rayos
del sol desnudaban su inocente mirada. Allí en la puerta de mi casa, aquella que
por mucho tiempo fue testigo silenciosa de mi soledad y mi ilusión, aquella que
limitaba mi inspiración desde la aurora de mi juventud, se observó por primera
vez la mujer cuya presencia deslumbraba un caminar sereno lleno de vida y
alegría, cabellos cortos que armonizaban con su genuino rostro y pupilas que desafiaban
el audaz rigor del pensamiento.
Abrió la puerta de aquel legendario vehículo que agobiado
por las largas jornadas diarias de trabajo, apenas podía revelar la realidad de
su trajinado ayer; con la timidez propia de una tradición matriarcal, transmitida
sigilosamente por generaciones como patrimonio inmaterial, pero con la alegría
que por sus poros brotaba como un manantial de ensueño, desbordada su inmenso interior
y translucía al primer contacto aquella realidad impregnada de su nacencia.
Su primera mirada profunda dejó traslucir la tímida
aceptación de mi presencia. No fui capaz de mirarla a los ojos, aun cuando su
irradiante presencia enrojeciera mi alma y abrazara mi garganta como como el
recién nacido ase los suaves dedos de la mujer que le dio la vida.
Para la época yo era un joven estudiante lleno de esperanzas,
muy desprevenido de tentaciones amorosas, tímido, como si hasta antes de verla
no existiera, poco comunicativo producto del rigor que imponían las costumbres
restrictivas de la sociedad implacable del momento, pero que con sacrificio,
tenacidad, superó situaciones de dificultad y pudo vencer el desafío de la
realidad ajena a su personalidad condicionada por la circunstancia de su
existir.
-Buenos días- fue su saludo inicial, como si nuestro
idioma nativo constara solamente de dos vocablos. No hubo más palabras,
solamente pude responder aquel tímido saludo con una sonrisa, como si los
mensajes del corazón superaran la razón intrínseca del pensamiento. No la conocía,
muy a pesar de que distaba muy poco del lugar donde por primera vez vi nacer la
luz, un pueblo lleno de sabiduría ancestral, impregnado de magia y riqueza
cultural en cada una de sus manifestaciones, sin embargo, esa insignificante
distancia no permitió que el ayer fijara una historia distinta que superara la
frontera de lo imaginable.
Era esa mujer llena de ilusiones, ávida de un futuro impredecible; llegó a un mundo que le proporcionaba la esperanza del mañana, cuando alguna vez decidió dejar las empedradas calles de su pueblo natal, ese que albergaba en su vientre las más tradicionales y arraigadas costumbres del pasado, pero que irradiaba la reliquia de las más sanas costumbres pueblerinas.
Pero mi propósito y mi ansiedad vencieron mi timidez. Sin
imaginarlo, una tarde de domingo, cuando el sol despedía el furor de su altivez
y caía vencido por las oscuras nubes que anunciaban el devenir de la noche, la
encontré ahí, en la parte frontal de mi casa, apoyada sobre a un frágil corral
que apenas protegía un lánguido árbol agobiado por bravura de la brisa y la
sequía; allí como el presagio de una oportunidad esquiva pero esperada, me
acerqué más allá del miedo y pude decirle lo que hasta el momento había
ocultado como la sombra que cubría mi cuerpo. A cada palabra, me respondía con
un silencio cómplice que apenas me permitía soltar algunas escasas palabras que
mi mente y mis labios podían expresar. Sin embargo, tras aquel silencio se
podía notar que algo de mí no le era indiferente y por momentos con una leve
sonrisa podía desnudar lo que su alma escondida sentía.
El cielo cómplice anunciaba con furia el advenimiento de una
fuerte lluvia que, para la época del año, además de escasa, era impronosticable.
La amenaza y la circunstancia hizo que aquel momento cenit se diluyera haciendo
de su partida mi más ingrato desconsuelo. Sin embargo, mi tenacidad alimentó mi
oportunidad extendiendo mi única ocasión en el tiempo. La acompañe hasta donde
solía tomar el transporte de regreso a su lugar de residencia, pero como un
presagio de aquel futuro soñador, las fuertes gotas de lluvia se hicieron cada
vez más insinuantes obligando buscar el mejor refugio y protección. Era la
oportunidad soñada, ahora o nunca decía para mis adentros. La fuerte lluvia
creaba un entorno de complicidad, la brisa helada ablandó la resistencia que,
aunque lejos de su corazón, era producto de un paradigma social heredado. Ahí, como
una figura notarial se selló mi primer beso dando inicio de la más grande
ilusión que con el tiempo se convirtiera en pasión. Era como si la velocidad de
la verdad se detuviera en el tiempo, como si en un sitio árido y desértico
brotara desafiante una flor. El mundo en el momento éramos los dos, sin importar
que a nuestro alrededor un afanado transeúnte avanzado en edad, buscando huir
de la desafiante lluvia, observara sin piedad el inicio de un idilio de amor.
LOS FRUTOS DE UNA PASIÓN
Era la época en que se extinguía el romanticismo, aquel que
generalmente era el preludio de estados de enamoramiento y pieza fundamental de
inspiración del poeta; eran los últimos días del verbo como fuente inspiradora de
pasión, las épocas en que se debía competir con las escasas oportunidades que
el entorno brindaba; de ese pequeño reducto yacía mi pasión en el esplendor de
un romance naciente.
En medio de un ciclo majestuoso entre el otoño y la
primavera, transcurrió nuestros primeros años de relación que sobre obstáculos
pudo superar las más exigentes pruebas que a todo mortal pone la vida y así, tardes
tras tarde, solía esperar la hora de llegada a su colegio testigo mudo que
observaba pasivo mi ansiedad. Aprovechaba los escasos momentos que me permitían
sentir su aroma, su vitalidad y su alegría para alimentar la llama de pasión que
crecía como espuma. Siempre estabas ahí, presente en mis pensamientos. Siempre
estuviste alimentando de mi inspiración.
LA UNIÓN
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La poesía es:
decir las cosas de una manera hermosa y describir la vida sin límites ni medida.