ANÉCDOTA DEL GALLO PROVINCIANO
Manuel José Montero Vizcaino
Hace muchos años en uno de mis recorridos
de trabajo, llegué a un pequeño y olvidado pueblo del sur del departamento del
Magdalena (*), donde fui comisionado para realizar actividades relacionadas con mis
funciones laborales. Como la mayoría de los pueblos del sur del departamento,
presentaba limitadas condiciones para una hospitalidad confortable a los
visitantes, sin luz eléctrica, sin agua potable e inaccesibles vías de comunicación, entre otras
dificultades.
Fueron horas de un largo viaje
para llegar hasta esa localidad apartada donde llegar allá se constituía en toda
una osadía. El cansancio se reflejaba en mi cuerpo por las largas horas de
viaje, como también lo inhóspito de la vía, solo deseaba acostarme y tomar un
buen descanso para el día siguiente realizar las actividades por las cuales
había llegado.
Culminaba el atardecer e iniciaba
la oscura noche y con ella una bandada de mosquitos grandes y musculosos cuyo
horario de arremetida fluctuaba entre las 6 y las 9 de la noche. En ese
horario, uno solamente se podía dedicar a defenderse del voraz e infernal
ataque.
En ese pueblo desconocido para mí,
pero acogedor por la idiosincrasia de su gente, no conocía sitios donde
hospedarme, por fortuna, un compañero de trabajo que tenía ya días de estar en
esa población me ofreció cariñosamente la posibilidad de hospedarme por esa
noche en la casa de la señora donde él se alojaba. Me dijo la señora: “cuenta
con suerte, porque tengo un cuarto disponible”. Gustosamente y dada la
familiaridad de la dueña de la casa, decidí por esa noche quedarme ahí. Muy
amablemente me ofreció una habitación al fondo de la vieja casona de su
propiedad cuyas paredes de barro reflejaban muchos años de abandono. En ella,
una cama ancestral de madera y labrada por artesanos con tecnología tradicional,
pero de una firmeza incomparable; el colchón estaba relleno con algodón que su
olor permitía identificar el rigor del paso del tiempo. La habitación tenía
olor típico propio del campo, pero que no permitía a primera instancia
identificar su origen. Bajé mi morral y allí decidí tomar el descanso que mi
cuerpo exigía en medio de las dificultades propias de la limitada comodidad, lejos
de sospechar que esa noche marcaría un recuerdo inolvidable que me trasladaría a
mis tiempos de infancia y que quedaría impregnado en mi memoria para siempre
como una de mis más insignes evocaciones.
Cuando iniciaba mi anhelado sueño,
algo repentinamente interrumpió mi descanso, el estruendoso canto de un gallo
debajo de mi cama a la una de la madrugada, en medio del silencio sepulcral de
la noche. Su atronador sonido me hizo saltar de la cama que casi caigo al suelo,
sentí como si me sonara una trompeta a menos de 5 centímetros de mi oído, acompañado
del susto propio de lo inesperado y sin poder tomarme un sorbo de agua para
mitigarlo por el desconocimiento y la oscuridad de la noche.
Sin embargo, una vez retomé la
calma, hice caso omiso del incidente y decidí continuar mi sueño. No había
pasado media hora del brutal ruido cuando sonó nuevamente la garganta del
intrépido gallo, esta vez con más energía, secundado por un centenar de la
misma especie que se escuchaban, unos muy lejos y otros más cerca, como una
sinfonía por la sincronía de su canto.
Como si actuaran bajo la
implacable exactitud de un reloj, cada media hora repetían el infernal y trasnochador
canto que podían enloquecer hasta el más cuerdo de los seres. Es que escuchar
el canto de un gallo en el silencio de la madrugada, cada media hora, dentro de
una habitación y debajo de la cama a menos de medio metro donde uno duerme, es
cosa terriblemente anecdótica y singular. Y así transcurrió la larga y poco
agradable noche en la cual pareciera que las manecillas del reloj se detuvieran
para prolongar el angustioso deseo que culminara el suplicio.
Al día siguiente, con el
inocultable rastro del insomnio, visibles ojeras y signo de agotamiento, le
dije a la dueña de la casa "vea señora le compro el gallo, pero para
comérmelo en un sancocho". Era la forma menos idónea de desquitármela,
pero era lo que mi irritada conciencia me pedía.
La señora muy apenada, con una
voz que apenas se podía percibir, me dijo: "lo siento mucho, estoy muy apenada
con usted, lo que pasa es que en esa pieza acostumbro a meté el gallo con las
gallinas para que no se las coma el chucho y a mí se me olvidó sacarlos".
MORALEJA: No olvides revisar
antes de usar, por más noble que parezca la intensión.
(*) Corregimiento de Peñoncito, municipio de San Zenón, departamento del Magdalena.
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La poesía es:
decir las cosas de una manera hermosa y describir la vida sin límites ni medida.